Una tras otra, con esos intervalos largos que nos
caracterizan a los mexicanos para llegar a cualquier evento, preámbulos de
festivas recepciones, fueron llegando las visitas.
La rosca de reyes reposaba en el
centro de la gran mesa del comedor, como una ofrenda al amor familiar.
Carcajadas y gritos, bailes de
niños animados por las palmas y cantos desafinados de adultos que bailan más
animados que los niños, quienes sonríen inmersos en la pena ajena.
El festejo alcanza su culmen. Toda
la familia, sentada en torno al mesón, se prepara para el gran ritual. Con
trabajos, la abuela saca un inmenso cuchillo de un cajón necio. El filo reluce
bajo la luz tenue de un candelabro empanizado con polvo, mientras la mujer se
dispone a cortar la rosca, adoptando la posición de quien pretende partir en
dos una anaconda.
Hunde el cuchillo en el mullido
pan y sonríe. El primer tajo sale limpio, sin tocar plástico. Hunde de nuevo la
hoja y su sonrisa deviene una carcajada seguida de un aplauso.
—¡Gracias, Santo Niño de Atocha!
¡Me salvé de hacer los chingados tamales! ¡Con las reumas que me cargo!
El tío Porfirio levanta el
cuchillo. Otro tajo limpio, igual que el siguiente. Su sonrisa deja ver unos
dientes cubiertos por el velo de la nicotina.
Ezequiel levanta el cuchillo. Sus
pequeñas manos apenas pueden sostener el mango. Su madre se apresura a ayudarlo
a cortar la rosca. Un tajo limpio, otro igual.
Ezequiel se lleva enseguida el
gran trozo de pan a la boca. Muerde, mastica, engulle, muerde, mastica, engulle,
con ansiedad, como si no se hubiera tragado medio kilo de fruta de la piñata y
dos tazas de chocolate.
La tercer mordida es distinta. Algo
le impide cerrar la mandíbula. Un instante después, sus dientes chocan
violentamente, soltando un fuerte chasquido. Se escucha un alarido punzante. La
madre de Ezequiel corre hacia él.
—¡Ya te mordiste, Cheque! ¿Ya ves?
¡Por andar comiendo como perrito!
Pero al acercarse, la mujer nota
una mancha de sangre junto a un pequeño hueco en el pan. Un hilo de
sangre escurre por la boca de Ezequiel. Su madre lo limpia con una servilleta y
descubre el manantial de ese delgadísimo arroyo: en el labio superior del niño se
ven unas marcas casi imperceptibles, pero profundas, de lo que parece una
mordida; un conjunto de diminutos orificios hechos por agudos dientecillos.