27 de julio de 2016

Carcajadas en el puente

Hace un par de décadas, mi amigo Noel me contó una historia bien sabida entre la gente de Santa Leticia y zonas aledañas. Se dice que sobre un puente centenario, tendido sobre un arroyo que corre paralelo al camino hacia El Barreal, durante las noches sin luna solía verse al Diablo bailando para festejar su dominio sobre aquellas tierras.
Los habitantes de las casas cercanas al puente, preocupados por su bienestar espiritual, construyeron un nicho sobre el puente, colocaron en él la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y todos volvieron a dormir tranquilos.
Algunas noches, cuando la luna está ausente, desde la ventana de mi habitación que da hacia aquella parte del camino alcanzo a escuchar carcajadas estentóreas que provienen de aquel centenario puente y rasgan como saetas la densa neblina.
A la mañana siguiente, muy temprano, cuando paso por aquel camino hacia Santa Leticia, me detengo a contemplar a la distancia la imagen del Sagrado Corazón bañada con una espesa mucosidad.

4 de marzo de 2016

La rosca


Una tras otra, con esos intervalos largos que nos caracterizan a los mexicanos para llegar a cualquier evento, preámbulos de festivas recepciones, fueron llegando las visitas.
La rosca de reyes reposaba en el centro de la gran mesa del comedor, como una ofrenda al amor familiar.
Carcajadas y gritos, bailes de niños animados por las palmas y cantos desafinados de adultos que bailan más animados que los niños, quienes sonríen inmersos en la pena ajena.
El festejo alcanza su culmen. Toda la familia, sentada en torno al mesón, se prepara para el gran ritual. Con trabajos, la abuela saca un inmenso cuchillo de un cajón necio. El filo reluce bajo la luz tenue de un candelabro empanizado con polvo, mientras la mujer se dispone a cortar la rosca, adoptando la posición de quien pretende partir en dos una anaconda.
Hunde el cuchillo en el mullido pan y sonríe. El primer tajo sale limpio, sin tocar plástico. Hunde de nuevo la hoja y su sonrisa deviene una carcajada seguida de un aplauso.
—¡Gracias, Santo Niño de Atocha! ¡Me salvé de hacer los chingados tamales! ¡Con las reumas que me cargo!
El tío Porfirio levanta el cuchillo. Otro tajo limpio, igual que el siguiente. Su sonrisa deja ver unos dientes cubiertos por el velo de la nicotina.
Ezequiel levanta el cuchillo. Sus pequeñas manos apenas pueden sostener el mango. Su madre se apresura a ayudarlo a cortar la rosca. Un tajo limpio, otro igual.
Ezequiel se lleva enseguida el gran trozo de pan a la boca. Muerde, mastica, engulle, muerde, mastica, engulle, con ansiedad, como si no se hubiera tragado medio kilo de fruta de la piñata y dos tazas de chocolate.
La tercer mordida es distinta. Algo le impide cerrar la mandíbula. Un instante después, sus dientes chocan violentamente, soltando un fuerte chasquido. Se escucha un alarido punzante. La madre de Ezequiel corre hacia él.
—¡Ya te mordiste, Cheque! ¿Ya ves? ¡Por andar comiendo como perrito!
Pero al acercarse, la mujer nota una mancha de sangre junto a un pequeño hueco en el pan. Un hilo de sangre escurre por la boca de Ezequiel. Su madre lo limpia con una servilleta y descubre el manantial de ese delgadísimo arroyo: en el labio superior del niño se ven unas marcas casi imperceptibles, pero profundas, de lo que parece una mordida; un conjunto de diminutos orificios hechos por agudos dientecillos.