Explosión de un impulso tumbador.
Torsiones, epicentros lumbares, trepidaciones umbilicales.
La lujuria de los timbales
se reúne en la cadencia fragmentada
de tus caderas surcando el humo...
/Cumbia/
/Cumbia/
/Cumbia/
/¡Irresistible pistoneo!/
Nada por aquí, yéndose lejos,
rezongando, el mal genio.
Acrósticos güiros
desdeñan lo estático.
Flota una invisible convención
entre los vaivenes de nuestras lujurias.
Todo puede terminar en el lodo,
esta noche tiene las fauces abiertas.
Devora la fiera vocal
todos los intentos
por recobrar el orden.
Asistimos al culmen de la superficie rítmica.
Rugidos discordes en esta antimelodía desenfrenada.
Me reflejo en el rostro extasiado de mi prójima.
SOY LEGIÓN EN LA CUMBIANCHA:
Soy todo éxtasis encapsulado en lo tacones de la pista.
¡ESTO SÍ ES DINAMITA!
Grafito iconoclasta
Carlos Sánchez-Anaya Gutiérrez
9 de enero de 2017
6 de enero de 2017
Embudo superficial
Este tornado que lame con todos los vientos,
esta vanidad que sepulta lo humano,
este afán de la materia...
Destrampemeteoro
es el fornicio
con el verbo tener.
¡¿Qué más da si se habita
cubil o mansión?!
¡¿Qué más da si se cabalga
corcel o jumento?!
Pretensiones bastas, anhelos vanos
que conducen a una superficie viscosa,
tan adherente que anquilosa.
Automático 20.09.16
En ataques desarmados son especialistas los monos cilindreros. Habríamos de aprender de tan creativos primates, cuyo único mérito consiste en desarticular células madre que amenazan el bienestar de las moléculas gastronómicas.
No tengo inconveniente en testificar a favor de la desdicha, de la amargura, del deshielo.
No tengo inconveniente en romper las velas del progreso si eso garantiza la supervivencia de los trilobites.
Clonemos dientes de sable para que contribuyan al control demográfico.
No hay manera de controlar esta masacre espiral, ascendemos en la escala de estupidez de manera proporcional a nuestra fuga de la realidad.
¿Cómo podemos aspirar a una larga vida si nos empeñamos en revolcarnos con la muerte? Yo siempre he coqueteado con la flaca, pero hay una distancia sana entre ese coqueteo y un idilio.
No tengo inconveniente en testificar a favor de la desdicha, de la amargura, del deshielo.
No tengo inconveniente en romper las velas del progreso si eso garantiza la supervivencia de los trilobites.
Clonemos dientes de sable para que contribuyan al control demográfico.
No hay manera de controlar esta masacre espiral, ascendemos en la escala de estupidez de manera proporcional a nuestra fuga de la realidad.
¿Cómo podemos aspirar a una larga vida si nos empeñamos en revolcarnos con la muerte? Yo siempre he coqueteado con la flaca, pero hay una distancia sana entre ese coqueteo y un idilio.
27 de julio de 2016
Carcajadas en el puente
Hace un par de décadas,
mi amigo Noel me contó una historia bien sabida entre la gente de Santa Leticia
y zonas aledañas. Se dice que sobre un puente centenario, tendido sobre un
arroyo que corre paralelo al camino hacia El Barreal, durante las noches sin
luna solía verse al Diablo bailando para festejar su dominio sobre aquellas tierras.
Los
habitantes de las casas cercanas al puente, preocupados por su bienestar
espiritual, construyeron un nicho sobre el puente, colocaron en él la imagen
del Sagrado Corazón de Jesús y todos volvieron a dormir tranquilos.
Algunas
noches, cuando la luna está ausente, desde la ventana de mi habitación que da
hacia aquella parte del camino alcanzo a escuchar carcajadas estentóreas que
provienen de aquel centenario puente y rasgan como saetas la densa neblina.
A la
mañana siguiente, muy temprano, cuando paso por aquel camino hacia Santa
Leticia, me detengo a contemplar a la distancia la imagen del Sagrado Corazón
bañada con una espesa mucosidad.
4 de marzo de 2016
La rosca
Una tras otra, con esos intervalos largos que nos
caracterizan a los mexicanos para llegar a cualquier evento, preámbulos de
festivas recepciones, fueron llegando las visitas.
La rosca de reyes reposaba en el
centro de la gran mesa del comedor, como una ofrenda al amor familiar.
Carcajadas y gritos, bailes de
niños animados por las palmas y cantos desafinados de adultos que bailan más
animados que los niños, quienes sonríen inmersos en la pena ajena.
El festejo alcanza su culmen. Toda
la familia, sentada en torno al mesón, se prepara para el gran ritual. Con
trabajos, la abuela saca un inmenso cuchillo de un cajón necio. El filo reluce
bajo la luz tenue de un candelabro empanizado con polvo, mientras la mujer se
dispone a cortar la rosca, adoptando la posición de quien pretende partir en
dos una anaconda.
Hunde el cuchillo en el mullido
pan y sonríe. El primer tajo sale limpio, sin tocar plástico. Hunde de nuevo la
hoja y su sonrisa deviene una carcajada seguida de un aplauso.
—¡Gracias, Santo Niño de Atocha!
¡Me salvé de hacer los chingados tamales! ¡Con las reumas que me cargo!
El tío Porfirio levanta el
cuchillo. Otro tajo limpio, igual que el siguiente. Su sonrisa deja ver unos
dientes cubiertos por el velo de la nicotina.
Ezequiel levanta el cuchillo. Sus
pequeñas manos apenas pueden sostener el mango. Su madre se apresura a ayudarlo
a cortar la rosca. Un tajo limpio, otro igual.
Ezequiel se lleva enseguida el
gran trozo de pan a la boca. Muerde, mastica, engulle, muerde, mastica, engulle,
con ansiedad, como si no se hubiera tragado medio kilo de fruta de la piñata y
dos tazas de chocolate.
La tercer mordida es distinta. Algo
le impide cerrar la mandíbula. Un instante después, sus dientes chocan
violentamente, soltando un fuerte chasquido. Se escucha un alarido punzante. La
madre de Ezequiel corre hacia él.
—¡Ya te mordiste, Cheque! ¿Ya ves?
¡Por andar comiendo como perrito!
Pero al acercarse, la mujer nota
una mancha de sangre junto a un pequeño hueco en el pan. Un hilo de
sangre escurre por la boca de Ezequiel. Su madre lo limpia con una servilleta y
descubre el manantial de ese delgadísimo arroyo: en el labio superior del niño se
ven unas marcas casi imperceptibles, pero profundas, de lo que parece una
mordida; un conjunto de diminutos orificios hechos por agudos dientecillos.
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