“Surrender to the waiting worlds that lap against our side”, la voz y
los acordes emergían suaves por los altavoces del auto. Cruzábamos la
parte más tupida del bosque, abierta sólo por la estrecha y solitaria
carretera. El atardecer era inminente y la luna había adelantado su
función. Al salir de una curva, una manada de lobos brotó de entre los
troncos, velocísima, despavorida, cuellos doblándose una y otra vez en
busca del motivo de su carrera. Ni el rechinido de las llantas la
distrajo de su huida. Algo obligaba a esos animales a pisar terrenos que
preferían evitar. Apagué el estéreo y bajamos del auto. Un silencio
sepulcral nos envolvió. La luna se asomaba detrás de los árboles y unos
destellos aleatorios serpenteaban entre los troncos y los arbustos. Una
inconcebible miríada de ardillas, liebres, zorros y mofetas se
abalanzaron hacia nosotros, en una estampida fugaz. Apenas habían
terminado de cruzar la carretera cuando un canto extraño surgió del
bosque y, desde un claro que apenas se adivinaba entre el follaje,
comenzó a elevarse una masa amorfa, brillante, que luego mutó en una
especie de sirénido metálico. Arqueándose, suspendido en el aire,
comenzó a ascender con una aceleración creciente. Unos segundos después,
sólo quedaron nuestras miradas que se cruzaban en el silencio. Uno de los cuentos ganadores del concurso 104 de Las Historias, sitio de Alberto Chimal.
Uno de los cuentos ganadores del concurso 104 de Las Historias, sitio de Alberto Chimal.